¿Es la obediencia evangélica una condición para permanecer en nuestro estado de justificación? No es una pregunta sencilla. Un simple sí o no delata poca comprensión de los diversos sentidos en que la afirmación puede ser verdadera o falsa. Algunos de los mejores teólogos reformados han abordado esta cuestión con distintos grados de detalle. El excelente Treatise on Justification de John Davenant (contra Belarmino), donde trata este tema, es uno de los mejores que he leído (véase cap. XXXI, vol. 1, pp. 295 y ss.). John Owen lo elogió. Davenant reconoce que algunos teólogos reformados afirman que las buenas obras son necesarias para la justificación o la salvación y otros lo niegan; difieren «en la forma de las palabras, pero coinciden en cuanto a la sustancia de la cuestión» (p. 295). ¿Cuál es, entonces, esa sustancia?
La sustancia de la cuestión
Ni la obediencia ni las buenas obras son necesarias para la salvación o la justificación si se entienden como causa meritoria. Esto no es controvertido entre los reformados. «En lo que respecta al mérito, no concurren ni a la justificación ni a la salvación de los creyentes» (p. 298). Un fundamento meritorio exigiría, entre otras cosas, perfección absoluta. Solo Cristo posee el poder y la dignidad para realizar una obra propiamente meritoria.
Ahora bien, Davenant afirma que «algunas buenas obras son necesarias para la justificación, como condiciones concurrentes o preliminares» (p. 299). Pero esta necesidad no es de causalidad, sino de orden. Así pues, aunque las buenas obras sean necesarias para la justificación, no lo son como causas eficientes ni son meritorias. Al defender esta proposición, Davenant emplea un lenguaje que es, al menos en este punto, «anti-Marrow», lo cual no resulta tan sorprendente como podría pensarse. Witsius dice claramente que la fe precede a la justificación, pero también lo hace el dolor por el pecado (ya sea de manera previa o, al menos, concomitantemente). Esto es lo que Davenant quiere decir cuando habla más arriba de condiciones preliminares o concurrentes (véase Conciliatory Animadversions, p. 120). En lo que a mí respecta, preferiría expresarme más cerca de Witsius que de Davenant en este punto, pero, al final, no difieren tanto.
Las buenas obras que son necesarias para «retener y conservar» nuestro estado de justificación son «medios o condiciones sin los cuales Dios no preservará en los hombres la gracia de la justificación» (p. 300). Esta posición puede sostenerse, ante todo, reconociendo que nadie es justificado sin recibir también las gracias de la fe, el arrepentimiento, la santificación, etc. A partir de esta verdad, Davenant argumenta: «así, nadie conserva un estado libre de culpa respecto de los pecados posteriores, si no es mediante la intervención de esos mismos actos, a saber, creer en Dios… mortificar la carne, arrepentirse constantemente y lamentarse de los pecados que continuamente se cometen» (p. 301).
¿Por qué se requieren estas gracias? A mi juicio, aquí se encuentra el argumento más básico de por qué se exige la obediencia para permanecer en un estado de justificación, a saber: «Si estos ejercicios se interrumpen, sus contrarios, que son opuestos a la naturaleza de un hombre justificado, comienzan a ocupar su lugar. Porque si quitas la fe en Dios y la oración, le suceden la incredulidad y el desprecio del Ser divino; si se deja de lado el propósito de mortificar la carne y los ejercicios de penitencia, las pasiones dominantes y los pecados devastadores irrumpen en la conciencia» (p. 301).
En otras palabras, ¿qué ocurre si un cristiano profesante no hace morir las obras de la carne? Morirá (Rom. 8:13). Si un cristiano profesante deja de ir a la iglesia y abandona su «fe» en Cristo, apostata (Heb. 10:25ss.). ¿Los cristianos verdaderos darán fruto? Sí; pero, si un cristiano profesante no lo hace, será cortado (Jn. 15). La mortificación por el Espíritu no es opcional, debido a los efectos contrarios de no mortificar.
Anthony Burgess expone exactamente este punto: «Porque, aunque las obras santas no justifican, por ellas el hombre permanece en un estado y condición de justificación; de modo que, si el Pacto de Gracia no se interpusiera, los caminos crasos y malvados cortarían nuestra justificación y nos pondrían en un estado de condenación». O, como dice David Clarkson, los caminos de santidad «son compañeros inseparables, o efectos, de aquella fe por la cual somos justificados al principio y por la cual se continúa nuestra justificación». Y Thomas Manton lo expresa casi de la misma manera: «la fe nos da el primer derecho, pero las obras lo continúan, pues de otro modo un curso de pecado nos colocaría de nuevo en un estado de condenación…» (Works, 12:354). (Aquí se utiliza la distinción entre derecho y posesión).
Evitar la incredulidad mediante actos constantes de fe en Cristo es necesario en cada creyente. «Pero —dice Davenant— estos actos no preservan propiamente por sí mismos la vida de la gracia, en el sentido de asegurar el efecto mismo de la preservación; sino indirecta e incidentalmente, al excluir y quitar la causa de la destrucción» (p. 302). Esto no difiere mucho del argumento de Owen en su obra sobre la justificación: «un estado de justificado no puede coexistir con los pecados y vicios opuestos a él» (5:149; para una exposición más amplia, véanse pp. 150–151, donde sigue afirmando la posición de la «sola fe» en lo que respecta a nuestro deber).
Después de esto, Davenant afirma, como hicieron casi todos los teólogos reformados, que las buenas obras son «necesarias para la salvación de los justificados por una necesidad de orden, no de causalidad; o, más claramente, como el camino señalado hacia la vida eterna, no como la causa meritoria de la vida eterna» (p. 302). Aquí se refiere a la distinción —usada por los reformados— entre el «camino hacia la vida» y el «derecho a la vida» (véase el Catecismo Mayor de Westminster, 32: exige la fe «como condición para darles participación en él… y para capacitarlos para toda santa obediencia… como el camino que él les ha señalado para la salvación»). Obsérvese cómo Davenant y los teólogos de Westminster emplean el mismo lenguaje.
Conclusión
Ahora bien, es posible que no estés de acuerdo con Davenant, Burgess, Manton, Clarkson y otros, pero eso no elimina el hecho incómodo —para muchos que hoy quieren llamarse reformados— de que esto es lo que ha enseñado nuestra historia. Y antes de criticar la proposición de que la obediencia evangélica es necesaria para la continuación de la justificación, conviene leer a estos hombres y comprender en qué sentido afirmaron dicha proposición y en qué sentido la negaron. Imagina llamarte reformado y, sin embargo, calificar de herética la posición descrita arriba. Los hombres responsables de redactar la Confesión de Westminster o los Cánones de Dort, por ejemplo, son a menudo (sin darse cuenta) objeto de anatema por parte de teólogos en línea que piensan ser reformados, pero afirman una teología que tiene más en común con los antinomianos del siglo XVII (véase la reciente y brillante obra de G. A. van den Brink, The Transfer of Sin). Además, acusaciones perezosas y peyorativas —»eso es católico romano»— no se sostienen cuando se tiene en cuenta que los críticos más demoledores del cardenal Belarmino fueron, por lo general, teólogos reformados como Davenant.
No pretendo resolver en esta entrada todas las cuestiones difíciles relacionadas con este tema; no obstante, sí pienso que muchas de las personas que pontifican públicamente sobre estas cuestiones, casi a diario, harían bien en pasar algo más de tiempo con Davenant y otros teólogos reformados de la temprana Edad Moderna.
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Este artículo ha sido traducido con permiso y fue publicado originalmente por el Dr. Mark Jones. Le invitamos a conocer sus libros aquí. 1Los enlaces que redirigen a este sitio web no son parte del artículo original.
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