Como fuentes para nuestra eclesiología, las porciones narrativas de la Escritura pueden considerarse relativamente poco prometedoras, especialmente cuando son comparadas con la literatura epistolar del Nuevo Testamento. Sin embargo, gran parte de la enseñanza neotestamentaria concerniente a la Iglesia se da en primer lugar en forma de narrativa, y luego es articulada en forma de exposición teológica. La doctrina apostólica de la Iglesia encuentra su fundamento, ante todo, en los eventos históricos en lugar de ser primeramente una cuestión de teologización abstracta.
De todos los pasajes importantes en este contexto, Hechos 2 es el más fundamental. Desde este y otros textos relacionados, una rica eclesiología in nuce puede ser desarrollada. En este artículo voy a explorar un poco de este potencial antes de demostrar cómo el Libro de Hechos puede abordar algunas de las cuestiones que se plantean en nuestra eclesiología.
El día de Pentecostés ocurre en la gran confluencia de varias corrientes del desarrollo narrativo bíblico, combinando sus fuerzas en un poderoso torrente de poder espiritual. Discernir la dirección de su curso es una de las tareas a las que se dedica este artículo. Empezaré trazando el camino de uno de sus principales afluentes antes de volver a la cuestión de su movimiento río abajo.
Superando la división de las naciones
En Génesis 11, la humanidad no está dividida, todos hablaban una sola “lengua” (una palabra con posibles connotaciones religiosas, cf. Isaías 19:18; Sofonías 3:9) y unas mismas palabras (versículo 1). Ellos se asientan en la llanura de Sinar donde, formando y cociendo ladrillos y usando asfalto como mezcla, emprenden un vasto proyecto de construcción, construyendo una ciudad y una torre cuya cúspide alcance los cielos. Dentro de esta megaciudad, con la inmensa torre como el corazón religioso, la humanidad sería preservada de ser esparcidos por la tierra como Dios tenía planeado.
Dios desciende del cielo y confunde su lengua, frustrando así sus designios arrogantes de un orden universal hegemónico, confundiendo su lengua, de tal forma que ya no podrían entenderse entre ellos (versículos 5-7). Forzados a abandonar su proyecto de construcción – Babel – la humanidad fue dispersada por toda la tierra.
Leyendo el relato de Pentecostés en Hechos 2 en contraste con el de Babel, resulta esclarecedor. Los constructores de Babel buscaban edificar una torre para ascender a los cielos, pero Dios descendió para confundir su lengua. El telón de fondo inmediato y crucial de Pentecostés es la ascensión de Cristo a los cielos (Hechos 2:32-33), después del cual Dios desciende en el Espíritu a Pentecostés para dar a sus discípulos el poder del habla profética en una multitud de lenguas.
Babel es el momento cuando la humanidad fue dividida en muchas naciones bajo juicio; este evento provee el contexto narrativo para el llamado de Abraham, la persona a través de la cual todas las naciones serían bendecidas (Genesis 12:1-3). En Pentecostés muchas naciones son unidas en el nuevo “proyecto de construcción” de la Iglesia. Aunque hable muchas lenguas, esas lenguas ahora expresan un solo “labio” religioso (cf. Sofonías 3:9), como profecía divina dada en muchos idiomas y dialectos, no solo en la lengua religiosa hebrea. La diversidad de la humanidad se convierte en un vehículo para su unidad religiosa y la era de la exclusividad hebrea termina. Por implicación, Pentecostés es un momento definitivo y seminal en el cumplimiento de la promesa de que todas las naciones serían bendecidas en Abraham.
A través del resto del Nuevo Testamento, la realización de Pentecostés como la unificación de las naciones es un tema prominente. En Gálatas 3:14, Pablo hace explícito que la bendición de Abraham era –‘la promesa del Espíritu’ – algo que está implícito en los eventos de Pentecostés. En otras partes, en pasajes como Efesios 2-3, Pablo reflexiona prominentemente sobre el establecimiento de Dios de un nuevo edificio dentro del cual los gentiles y los judíos están unidos en igualdad.
El regalo del Espíritu
Varias semanas después de la Pascua y la salida de Egipto, Israel llegó al monte Sinaí. En Éxodo 19 y los capítulos siguientes, Israel se reúne en el monte Sinaí, donde ven una manifestación teofánica del poder y la gloria del Señor. Moisés asciende a la cima del monte, donde el Señor le entrega la Ley; luego la hace descender para entregársela a todo el pueblo. Sin embargo, el Sinaí fue un lugar de apostasía nacional. El pueblo junto con el recién nombrado sumo sacerdote, Aarón, construyeron y adoraron el becerro de oro. Moisés convocó a los levitas, los cuales mataron a tres mil rebeldes, después de lo cual fueron apartados para cuidar y servir el tabernáculo (Éxodo 32:25-29).
En Hechos 2 hay varios temas relacionados con el Sinaí. Ya en el Libro de los Jubileos, uno o dos siglos antes de Cristo, se encuentran asociaciones explícitas entre el momento de la fiesta de Pentecostés y el acontecimiento del Sinaí. Jubileos conecta Pentecostés con otros grandes acontecimientos del pacto, como el pacto con Noé y Abram. En términos más generales, del mismo modo que el Sinaí es el acontecimiento constitutivo para el pueblo tras la Pascua y el Éxodo de Egipto, Pentecostés es el acontecimiento constitutivo para la Iglesia, tras el “éxodo” de la muerte y resurrección de Cristo (cf. Lc 9, 31).
En Pentecostés, el líder ungido asciende a lo alto y recibe de Dios algo que, a partir de entonces, constituirá el principio primordial de la existencia del pueblo reunido. Hay fenómenos teofánicos que recuerdan al Sinaí: un sonido celestial como el de un viento impetuoso y lenguas de fuego divididas. Varios escritores judíos del Segundo Templo y rabínicos primitivos relacionaron las llamas y las voces de la teofanía del Sinaí, considerando los destellos como una voz “visible”, que a su vez se relacionaba con la inscripción de la Ley. Algunos incluso hablaron de la división de las llamas en este contexto, relacionándola con setenta lenguas de las naciones o con las distintas palabras de la Ley.
El tabernáculo se estableció en el Sinaí y la Iglesia se establece como un nuevo Templo en Pentecostés, cuando la presencia de la gloria divina desciende sobre ella y la Iglesia se “enciende” como si fuera un gran candelabro (cf. Apocalipsis 1:12-20). En otras partes del Nuevo Testamento, tanto la Iglesia como cada uno de sus miembros son presentados como nuevos templos del Espíritu Santo y un sacerdocio real (1 Corintios 3:17; 6:19; Efesios 2:19-22; 1 Pedro 2:4-5, obsérvense los ecos de Éxodo 19:6). Mientras que en el Sinaí los levitas mataron a tres mil, en Pentecostés los que iban a ser apartados para un nuevo ministerio “se compungieron de corazón”.
Cabe destacar la ambivalencia verbal del término γλωσσα (‘lengua’) en Hechos 2, que se refiere tanto al habla como a la llama, explorando la misma conjunción de imágenes que se encuentra en otros escritos de la época. La “palabra” divina desciende en llamas repartidas sobre los discípulos, que proceden a transmitirla en lenguas diversas.
Reflexionando sobre estas imágenes, vemos una Iglesia que se forma por el descenso de la palabra divina sobre ella en el poder del Espíritu, en un acontecimiento que recuerda al Sinaí. Mientras que las tablas de la Ley eran el lugar donde se inscribía la palabra divina, ahora el fuego de la palabra divina desciende sobre los discípulos. La constitución del pueblo del Nuevo Pacto mediante la inscripción de la Ley en su corazón y el contraste entre la economía de la Ley y la economía del Espíritu son temas que impregnan el Nuevo Testamento, en cumplimiento de la promesa del Antiguo Testamento (Jeremías 31:31-34; Ezequiel 36:26-27).
Sucesión profética
Ya he llamado la atención sobre la importancia del acontecimiento de la Ascensión de Cristo como telón de fondo narrativo de los sucesos del día de Pentecostés. La relación entre ambos acontecimientos puede resultar más evidente cuando leemos los Hechos en relación con 2 Reyes 2. En ese capítulo, Elías asciende al cielo. Sin embargo, la ascensión de Elías es el “pentecostés” de Eliseo, ya que éste recibe la porción primogénita del espíritu de Elías (2 Reyes 2:9-15), hecho que se demuestra inmediatamente cuando Eliseo repite la separación milagrosa de las aguas del Jordán que Elías acababa de realizar con su manto. Este acontecimiento recuerda, a su vez, al momento en que Moisés le sucede el liderazgo de Israel a Josué en el otro lado del Jordán, tras lo cual Josué también entró en la tierra mediante una división milagrosa del río Jordán. En varios aspectos, prefigura la sucesión del ministerio de Juan el Bautista a Cristo en el bautismo de Cristo en el Jordán.
Josué, Eliseo y los discípulos habían servido anteriormente como aprendices, hasta que fueron encargados y equipados para asumir y continuar el ministerio profético de sus maestros. En 1 Reyes 19:15-16, Elías había recibido el encargo de una tarea, que no terminó antes de su ascensión. Más bien, Eliseo completó el ministerio de Elías en el espíritu de Elías. La ascensión de Cristo habría traído a la mente la ascensión de Elías, ya que era el único acontecimiento anterior comparable. La redacción de Lucas 24:49, que encarga a los discípulos que esperen hasta que sean “revestidos” (ενδύσησθε) con el poder de lo alto, bien puede haber recordado esto: el Espíritu es el manto descendente de Jesús, el gran Profeta.
Se habla de Pentecostés como del “bautismo” del Espíritu Santo (cf. Hch 1,5). En su ubicación dentro de la estructura más amplia del libro de los Hechos y también en los detalles de la narración, es estrechamente congruente con el bautismo de Jesús por Juan el Bautista, tal como se recoge en Lucas. En Lucas 3:21-22, mientras Jesús ora, el Espíritu desciende con fenómenos físicos y un sonido del cielo, ungiéndolo y llenándolo para su ministerio profético. En el capítulo siguiente, Jesús habla de sí mismo como ungido para la predicación del Evangelio (Lucas 4:18-19). El bautismo de la Iglesia en Pentecostés es homólogo al bautismo de Cristo en el Jordán: ambos son apartados y lanzados a su misión. La recepción del Espíritu es también un signo de filiación (cf. Lc 3,22): al recibir la Iglesia el Espíritu, sus miembros son señalados como hijos de Dios.
Una vez más, se trata de temas fundamentales de la eclesiología neotestamentaria. El ministerio de la Iglesia es la continuación del ministerio de Cristo ascendido en una forma diferente, y la Iglesia actúa en el poder de su Espíritu. Por medio del Espíritu, la Iglesia participa de la condición de Cristo, ya que somos identificados como hijos e hijas amados y encargados de actuar en su nombre.
La distribución del Espíritu de Cristo
Otro pasaje que puede ayudarnos a desentrañar las riquezas de Hechos 2 se encuentra en Números 11. En ese capítulo, Moisés apeló al Señor para que redujera la carga de liderazgo que pesaba sobre sus hombros. En un acontecimiento que recuerda a la teofanía del Sinaí en algunos detalles clave, Dios tomó del Espíritu que estaba sobre Moisés y lo puso sobre los setenta ancianos. Esta donación del Espíritu a los ancianos fue mediada por Moisés: el don del Espíritu fue una “adhesión” del propio don de Moisés. Los ancianos no reciben el Espíritu en forma de donación inmediata de Dios, sino como participación en el ministerio de Moisés. A partir de entonces pueden representar a Moisés ante el pueblo sin sustituirle. Cuando el Espíritu desciende sobre los ancianos, éstos profetizan como signo de su nuevo don, fenómeno que no vuelve a repetirse (11:25).
Dentro de este pasaje Moisés declara su deseo de que “todo el pueblo del Señor fuera profeta y que el Señor pusiera su Espíritu sobre ellos” (11:29). Este deseo se rearticula posteriormente en forma de promesa en Joel 2:28-29:
Después de esto derramaré mi Espíritu sobre toda carne, y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas, y vuestros ancianos tendrán sueños, y vuestros mozos verán visiones. Aun sobre los siervos y las siervas derramaré mi espíritu en aquellos días. (Nacar-Colunga)
Es este pasaje al que se refiere Pedro en su sermón de Pentecostés, declarando que los acontecimientos de ese día son el cumplimiento de la profecía de Joel (Hechos 2:16-21). Detrás de la profecía de Joel se encuentra Números 11 y el envío del Espíritu sobre Moisés a los setenta ancianos. En Pentecostés, la promesa del Espíritu recibida por Cristo de manos del Padre (2:33) es “adherida”, entregada a los discípulos, que ahora portan su autoridad y actúan en su nombre y como sus representantes.
Los rudimentos de una eclesiología
Dentro de la discusión anterior han empezado a surgir los rudimentos de una eclesiología. La Iglesia es un cuerpo de personas formado por muchas naciones y grupos lingüísticos diferentes. Es el cumplimiento de la bendición prometida a Abraham, ya que personas anteriormente divididas y alejadas de Dios por el juicio se reúnen ahora en un solo cuerpo.
Es un pueblo constituido por el don del Espíritu, que escribe la Ley de Dios en nuestros corazones y nos aparta para el ministerio. La Iglesia es un templo nuevo, una morada de Dios en el Espíritu. El don del Espíritu – entendido sobre el trasfondo de la teofanía de Éxodo 19 y 20 – es fundamentalmente la inscripción de la Palabra en nosotros y la potenciación y autorización de nosotros por la Palabra puesta en nuestro interior. Este don se manifiesta en la poderosa predicación del Evangelio a todas las personas.
El ministerio y la autoridad de la Iglesia fluyen del ministerio y la autoridad de Cristo. Como Cristo nos da su Espíritu, el ministerio de la Iglesia se conforma al propio ministerio de Cristo, mostrando una forma similar. Sin embargo, el Espíritu nunca se separa de Cristo, ni la Iglesia sustituye a Cristo. Más bien, recibimos el Espíritu como una adhesión del propio Espíritu de Cristo. Actuamos en su nombre, recibimos su fuerza, participamos de su filiación y trabajamos como quienes llevan a cabo su misión. Cristo continúa su misión a través de nosotros.
Pentecostés muestra la verdad central de la eclesiología reformada: la Iglesia es un cuerpo formado por el poder de la Palabra y manifestado en la predicación de esa Palabra. La Iglesia encuentra la única fuente de su identidad y poder espiritual en su dependencia de su cabeza, Jesucristo, cuyo lugar ningún otro puede usurpar. El Espíritu que recibimos es un miembro de su Espíritu: las llamas que están sobre nosotros ya están siempre repartidas, sus lenguas sólo están unidas en su fuente. El don del Espíritu sin medida sólo lo posee la Iglesia en la persona de su cabeza y Él es el único que media siempre su don.
Lecciones de la réplica del terremoto
Tras el día de Pentecostés, hay una pequeña sucesión de “réplicas”, cuando el Espíritu es recibido por otras personas o cuando los discípulos experimentan un nuevo encuentro con el poder del Espíritu (Hch 4:31; 8:14-17; 10:44-45; 11:15; 19:1-6). Estos acontecimientos nos presentan un panorama más complicado, al tiempo que ponen de manifiesto con mayor claridad ciertas dinámicas. Nos ayudan a abordar la cuestión que planteé al principio sobre el movimiento descendente del Espíritu en relación con la Iglesia.
El primer acontecimiento clave se produjo cuando los samaritanos respondieron con fe a la predicación de Felipe en Hechos 8:4-8 y se bautizaron. Los apóstoles de Jerusalén les enviaron a Pedro y Juan, que oraron para que los samaritanos recibieran el Espíritu Santo. Después de imponerles las manos, el Espíritu vino sobre los samaritanos. El segundo acontecimiento tuvo lugar cuando Pedro proclamó el Evangelio en casa de Cornelio y, mientras aún estaba hablando, el Espíritu cayó sobre los que escuchaban su palabra (10:44; 11:15). El tercer acontecimiento involucró a unos doce discípulos de Juan el Bautista que sólo habían sido bautizados por el bautismo de Juan. Después de que Pablo les instruyera sobre el significado del bautismo de Juan y les declarara el Evangelio, fueron bautizados en el nombre de Jesús. Luego Pablo les impuso las manos y hablaron en lenguas y profetizaron.
Una característica sorprendente de estos relatos es el orden contrastante dentro de ellos. En el caso de los samaritanos, el orden de los acontecimientos es (1) oír el Evangelio, (2) fe, (3) bautismo, (4) oración de los apóstoles para que reciban el Espíritu, (5) imposición de la mano de los apóstoles, (6) recepción del Espíritu. En el caso de Cornelio y su familia, hay (1) una forma anticipada de fe, (2) escucha del Evangelio, (3) fe cristiana, (4) recepción del Espíritu y (5) bautismo. Finalmente, en el caso de los discípulos efesios de Juan, hay (1) una forma anticipada de fe, (2) audición del evangelio, (3) fe cristiana, (4) bautismo, (5) imposición de manos y (6) recepción del Espíritu.
A través de las interrupciones e incoherencias de los patrones, además de ciertos elementos dentro de las secuencias, se subraya la prerrogativa divina en la concesión del Espíritu. La aparición de la oración que precede a la imposición de manos de los apóstoles sobre los samaritanos deja claro que no se trataba de un poder autónomo que ellos poseían (como parece haber supuesto Simón el hechicero-8:14-25). El inesperado descenso del Espíritu sobre Cornelio y su familia, antes de que Pedro los bautizara o les impusiera las manos, sirvió de testimonio divino de la acogida de Dios a los gentiles: En esta situación, la acción bautismal de Pedro fue puramente receptiva. El don del Espíritu no está vinculado a la acción de la Iglesia y de sus ministros, sino que puede producirse independientemente de ella.
Sin embargo, hay congruencias que ponen de relieve el hecho de que Dios actúa ordinariamente a través de la ministración de la Iglesia. Especialmente en el caso del don del Espíritu a los samaritanos vemos a Dios actuar de un modo que establece la importancia de los apóstoles dentro de su Iglesia. La estructura y la institución se sostienen así por medio de la acción divina, pero queda claro que Dios puede actuar, y de hecho actúa, más allá y aparte de esto. La efusión del Espíritu sobre la casa de Cornelio lo ilustra. Una vez más, el hecho de que Pedro, el apóstol preeminente, sea elegido divinamente para ser el pionero del ministerio a los gentiles refuerza la institución de la Iglesia, pero el hecho de que Dios derrame el Espíritu aparte de la imposición de manos de Pedro deja claro que, aunque la Iglesia y sus ministros puedan ser ordinariamente los medios de la acción de Dios, Él no está en absoluto atado a ellos.
Un paralelismo ilustrativo de esto puede encontrarse en una dimensión del relato de Números 11 que aún no he comentado. Los setenta ancianos se reúnen en torno al tabernáculo y el Espíritu de Moisés es depositado sobre ellos. Sin embargo, dos de los ancianos, Eldad y Medad, habían permanecido en el campamento y el Espíritu vino también sobre ellos, haciéndoles profetizar en medio del campamento (Números 11:26-30). Al enterarse de esto, Josué llamó a Moisés para que se lo prohibiera, pero Moisés se negó a hacerlo, cuestionando si Josué estaba celoso por su causa y expresando su deseo de que todo el pueblo de Dios profetizara.
Este acontecimiento recuerda mucho al relato evangélico de Lucas 9:49-50, donde Juan declaró que habían prohibido a alguien expulsar demonios en nombre de Jesús, porque no era miembro del grupo apostólico. Jesús responde de forma muy parecida a Moisés, encargando a sus discípulos que no prohíban a tal persona ‘porque el que no está contra nosotros, está por nosotros’. Tanto Moisés como Jesús se resisten a los intentos de restringir el ministerio y la prerrogativa del Espíritu a la institución ordenada, que, aunque es la forma ordinaria de la acción del Espíritu, no es la única. Puede que Eldad y Medad no estuvieran entre los ancianos que rodeaban el tabernáculo y que el exorcista de Lucas 9:49 no fuera miembro del grupo apostólico, pero cada una de estas personas tiene una parte en el ministerio y en el Espíritu. La Iglesia va más allá de la institución. Como Josué, no es necesario que seamos celosos por cuenta de Cristo, pues todos los que tienen el Espíritu, estén o no dentro de la institución, son miembros de ella.
¿Cómo debemos entender entonces el bautismo, que parece estar naturalmente relacionado con el ministerio y la pertenencia a la iglesia institucional? Dentro de los Hechos existe una íntima conexión entre la fe, la recepción del Espíritu, la pertenencia a la Iglesia y el bautismo, algo evidente en lugares como Hechos 2:38. Si no podemos considerar el bautismo como el medio por el que somos incluidos en Cristo, ¿debemos vaciarlo de todo significado, reduciéndolo a un signo vacío?
La respuesta, creo, se encuentra en el reconocimiento de la tradición reformada del bautismo como sello promisorio y confirmatorio. El bautismo es un rito divinamente instituido, por el cual somos marcados por una promesa. Este rito confirma públicamente nuestra posición ante nosotros y ante los demás de una manera que fortalece la fe. Es un medio por el que se nos concede recibir y aferrarnos a la realidad que significa. La relación entre el bautismo y la pertenencia a Cristo se asemeja a la relación entre la subida al trono y la coronación: ambas están íntima e inseparablemente unidas en la forma ordinaria de las cosas, pero es posible que una se produzca sin la otra. El estatus de gobernante del monarca no depende directamente de su coronación, pero la coronación confirma y manifiesta públicamente ese estatus. Del mismo modo, el bautismo es el medio ordinario de nuestra recepción en la Iglesia, pero no es la base ni la causa de nuestra pertenencia a ella, ni está tan necesariamente ligado a ella de modo que no podamos ser miembros de la Iglesia visible sin él.
Este artículo 1Los enlaces dentro de esta publicación que redirigen a este mismo sitio web no hacen parte del artículo originalha sido traducido con permiso y fue publicado originalmente por el Dr. Alastair Roberts en Ad Fontes Journal. El Dr. Roberst ha publicado un libro que puede comprar aquí. Ad Fontes Journal es una publicación de The Davenant Institute, una insitución que busca recuperar la riqueza del protestantismo clásico para renovar y edificar la Iglesia contemporánea.
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