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Catolicismo Reformado

Una vez conocí a un ministro que se me presentó como un «calvinista de cinco puntos». Más tarde supe que, además de ser un confeso calvinista de cinco puntos, también era un antipaedobautista1Nota del editor: se refiere a estar en contra del bautismo infantil que asumía que la iglesia era una asociación voluntaria de creyentes adultos, que los sacramentos no eran medios de gracia sino meras «ordenanzas» de la iglesia, que había más de un pacto que ofrecía la salvación en el tiempo entre la Caída y el eschaton, y que la iglesia podía esperar un reinado de mil años en la tierra después de la Segunda Venida de Cristo pero antes del fin definitivo del mundo. No reconocía ningún credo o confesión de la Iglesia como vinculante en modo alguno. También descubrí que predicaba regularmente los «cinco puntos» de tal manera que indicaba la dificultad de encontrar la seguridad de la salvación: a menudo enseñaba a su congregación que tenían que examinar continuamente su arrepentimiento para determinar si se habían esforzado lo suficiente en renunciar al mundo y en «aceptar» a Cristo. Esta visión de la vida cristiana estaba totalmente de acuerdo con su concepción de la iglesia como una asociación visible y voluntaria de adultos «nacidos de nuevo» que tenían «una relación personal con Jesús».

En retrospectiva, reconozco que no debí haber estado tan sorprendido por el contexto doctrinal ni por la aplicación práctica de los famosos cinco puntos por parte de este ministro, aunque en aquel momento me quedé atónito. Después de todo, aquí estaba una persona, orgullosa de ser un calvinista de cinco puntos, cuyas doctrinas habrían sido repudiadas por Calvino. De hecho, sus doctrinas habrían hecho que lo expulsaran de Ginebra de haber llegado allí con su «calvinismo» en cualquier momento de finales del siglo XVI o del siglo XVII. Y lo que es más importante, sus creencias estaban fuera de los límites teológicos presentados por las grandes confesiones de las iglesias reformadas, ya se trate de la Segunda Confesión Helvética de la Iglesia reformada suiza o de la Confesión Belga y el Catecismo de Heidelberg de las iglesias reformadas holandesas o de los estándares de Westminster de las iglesias presbiterianas. En resumen, era un evangélico norteamericano.

La teología reformada es definida por sus confesiones

Estoy asumiendo, por supuesto, que «calvinista» y «reformado» son sinónimos: Aunque Calvino fue sin duda el más famoso y, probablemente, el más influyente de los teólogos reformados del siglo XVI, sus opiniones por sí solas no constituyeron ni una iglesia ni una confesión teológica distintiva capaz de sostener una iglesia a lo largo de los siglos. Su propia teología, además, era intencionalmente «eclesiástica» más que individualista, sobre todo en sus declaraciones confesionales, como el Catecismo de Ginebra. Reconocía que habían otras voces teológicas en el movimiento reformado de su tiempo, que su teología personal se situaba dentro de los límites de este movimiento más amplio y que se mantenía en diálogo con la teología de otros líderes y maestros – notablemente, Enrique Bullinger, Pedro Mártir Vermigli y Wolfgang Musculus. Más allá de esto, la teología reformada de documentos confesionales posteriores, como los Cánones de Dort y la Confesión de Westminster, tomó de otros antecedentes teológicos además de las Instituciones de Calvino y no constituyó un movimiento teológico suizo limitado, sino una comunidad internacional de creencias.

El calvinismo, o mejor, la enseñanza reformada, como es definida por las grandes confesiones reformadas sí incluye los llamados cinco puntos. Sin embargo, así como es incorrecto identificar a Calvino como el único progenitor de la teología reformada, también es incorrecto identificar los cinco puntos o el documento del cual proceden, los Cánones de Dort, como una confesión plena de la fe reformada, completa e íntegra en sí misma. En otras palabras, sería un gran error –tanto histórica como doctrinalmente– si los cinco puntos del calvinismo fueran entendidos como la única o incluso como la base absolutamente principal para identificar a alguien como poseedor de la fe calvinista o reformada. De hecho, los Cánones de Dort contienen cinco puntos únicamente porque los artículos arminianos, la Remonstranza de 1610, a la que respondían, tenían cinco puntos. El número cinco, lejos de ser sacrosanto, es el resultado de una circunstancia histórica particular y fue determinado negativamente por el número de artículos de la objeción arminiana al calvinismo confesional.

Estos comentarios históricos y teológicos rara vez o nunca serían discutidos por un miembro de una denominación confesionalmente reformada. Es prácticamente una obviedad que los Cánones de Dort no constituyen por sí mismos la confesión de la Iglesia, y que existen para aclarar puntos disputados en la confesión de fe completa de la Iglesia, representada por la Confesión Belga y el Catecismo de Heidelberg. También es cierto que la Confesión Belga y el Catecismo de Heidelberg están sustancialmente de acuerdo con los estándares confesionales de otras ramas de la Iglesia Reformada, ya sea el Catecismo de Ginebra o la Primera y Segunda Confesión Helvética de la Reforma Suiza o la Confesión Escocesa y los estándares de Westminster de las Iglesias Presbiteriana y Reformada británica y norteamericana. Y más allá del consenso confesional, hay un amplio acuerdo teológico que se construyó hacia la enseñanza confesional de las iglesias reformadas en el siglo XVI y ha continuado construyendo sobre ella desde entonces – desde las Instituciones de Calvino a los Dictaten Dogmatiek de Kuyper y de ahí en adelante.

La teología reformada es más que cinco puntos

Cualquiera de estos documentos, además de estar sustancialmente de acuerdo con los llamados cinco puntos –Incapacidad total de alcanzar la salvación propia, gracia incondicional, eficacia limitada de la todo suficiente obra de satisfacción de Cristo, la gracia irresistible y la perseverancia de los santos–, también están sustancialmente de acuerdo en las cuestiones del bautismo de infantes, la identificación de los sacramentos como medios de gracia y la unidad del único pacto de gracia desde Abraham hasta el eschaton. También coinciden –todos ellos– en la premisa de que nuestra certeza de salvación, obtenida solo por gracia a través de la obra de Cristo y del Espíritu de Dios en nosotros, no descansa en nuestras acciones externas o pretensiones personales, sino en nuestra aprehensión de Cristo en fe y en nuestro reconocimiento de la obra interna del Espíritu en nosotros. Puesto que esta seguridad es interior y no puede ser fácil o definitivamente exteriorizada, todos estos documentos también coinciden en que la Iglesia es a la vez visible e invisible, que es un pueblo de Dios pactual, que no se identifica por indicios externos de la obra de Dios en los individuos, como experiencias de conversión en adultos, sino por la predicación de la Palabra de Dios y la correcta administración de los sacramentos. Por último, todos concuerdan, explícita o implícitamente, en que los «mil años» de Apocalipsis 20 son el reino de gracia establecido por Cristo en su primera venida que se extiende hasta su Segunda Venida en el fin del mundo.

Hay, por tanto, más de cinco puntos y –en lo que respecta a las confesiones y a los dogmáticos reformados desde Calvino hasta Kuyper– no puede haber tal cosa como un «calvinista de cinco puntos» o un «cristiano reformado de cinco puntos» que posea solo esos cinco artículos tomados de los Cánones de Dort y que se niegue a aceptar los otros «puntos» formulados por la teología genuinamente reformada. La cuestión aquí es más que una simple lealtad confesional. Se trata de que las confesiones y los sistemas dogmáticos clásicos de teología reformada no son una lista arbitraria de ideas más o menos bíblicas, sino que son modelos de enseñanza cuidadosamente incorporados, extraídos de las Escrituras y aplicados a la vida de la Iglesia. Son, en resumen, interpretaciones de la totalidad de la existencia cristiana que coinciden en todos sus puntos. Si se eliminan u olvidan algunos de los puntos menos famosos de la teología reformada, como el bautismo de infantes, la justificación solo por gracia mediante la fe, la necesidad de una obediencia agradecida como consecuencia de nuestra fe y justificación (el «tercer uso de la ley»), la identificación de los sacramentos como medios de gracia, la llamada postura amilenial sobre el fin del mundo, etc., los famosos cinco puntos restantes tienen muy poco sentido.

Un ejemplo de este problema –dudaría en decir «un caso puntual»– es el sistema teológico propuesto por el bautista inglés altamente (algunos dirían «hiper») calvinista, John Gill, y la forma en que su sistema ha sido leído en la vida de algunas de las llamadas denominaciones bautistas particulares. Sin duda, Gill afirmó los cinco puntos. De hecho, sostuvo una versión intensificada del tercer punto al argumentar que la obra de Cristo estaba limitada tanto en su suficiencia como en su eficacia: La satisfacción de Cristo no fue meramente, según Gill, eficiente únicamente para los elegidos, sino que también fue suficiente para los pecados de los elegidos solamente. Con esta idea radical de la elección, Gill podía considerar que todo el orden de la salvación tenía lugar en la eternidad: la justificación y la adopción eran ahora actos eternos de Dios. Puesto que nada tenía lugar en el tiempo a excepción de la promulgación del decreto, en el sistema de Gill no había necesidad de un orden temporal de la gracia. Los sacramentos podían considerarse simplemente como ordenanzas, y el bautismo podía verse como un signo administrado únicamente a los adultos, después de que el decreto eterno se hubiera ejecutado en un individuo. Los que han seguido la teología de Gill no permiten ningún ofrecimiento de la gracia, sino solo una predicación acerca de la gracia. Han tendido a no ofrecer ninguna instrucción en el cristianismo para los niños y por lo general se han opuesto a las misiones cristianas, porque no se necesita ninguna agencia humana en la obra electiva de Dios. También han seguido a Gill y a muchos otros después de él en la especulación sobre el milenio venidero cuando, finalmente, la carrera de Satanás habrá terminado y ya no podrá vagar por el mundo «buscando a quien devorar».

La lógica de tal teología es ver la gracia electiva de Dios como un rayo salido de la nada sin [ninguna] mediación. Nadie sabe dónde puede caer y nadie puede encontrar ninguna seguridad, ya sea a través de la participación en la vida del pueblo pactual de Dios o sobre la base del creer o la conducta, de que él o ella será o, de hecho, es ahora contado entre los elegidos. Gill sostuvo un evangelio antinomiano que podía declarar en su predicación de la gracia que ninguna obediencia a los mandamientos divinos era requerida para la salvación y que en la iglesia no debían hacerse ofrecimientos de la gracia. En los propios términos de Gill, la membresía en su comunidad bautista particular no podía ser señal de salvación ni seguridad de su posibilidad. La gracia y la salvación podrían ocurrir fácilmente en una isla desierta.

La doctrina reformada de la gracia

En contraste, la doctrina reformada de la gracia -la gracia irresistible de los cinco puntos- no solo identifica la gracia de Dios como inmerecida, sino que también sitúa la acción principal de esa gracia en la comunidad pactual de creyentes, donde se presenta a través de los medios de la palabra y los sacramentos. Esta comunidad pactual o iglesia, nos dice la Confesión Belga, «ha estado desde el principio del mundo y estará hasta el fin de él… sostenida por Dios contra la furia del mundo». De este modo, aunque sigue siendo algo aterrador que Satanás pueda vagar por el mundo buscando a quién devorar, podemos estar absolutamente seguros, por la gracia de Dios, de que Satanás no puede devorar ni a la Iglesia ni a los elegidos de Dios. Y como la fe reformada no es antinomiana, podemos esperar, bajo la gracia, tanto la continuidad de la exigencia divina de obediencia como la presencia de los comienzos de esa obediencia, a través de la regeneración y la santificación en la comunidad creyente. Como nos enseña el Catecismo de Heidelberg, esta obediencia pertenece a nuestra respuesta de agradecimiento al don divino de la salvación por gracia.

Es más, dado que esta Iglesia es «la asamblea de los que son salvos», nadie debe «separarse de ella», sino que debe vivir como miembro de este cuerpo; de hecho, «todos los hombres están obligados a ingresar y unirse a ella», ya que «no hay salvación fuera de ella» (CB, XXVIII). La Iglesia no es, por tanto, una «asociación voluntaria», ciertamente no en el sentido habitual del término. Es la comunidad pactual divinamente ordenada y establecida dentro de la cual y a través de la cual la Palabra es predicada, los sacramentos son fielmente administrados, y la gracia de Dios es mediada a un mundo necesitado. Porque, además, «Cristo ha derramado su sangre no menos por lavar a los hijos de los creyentes que a los adultos», tanto los infantes como los adultos «deben ser bautizados y sellados con el signo del pacto» (CB, XXXIV).

La premisa reformada que subyace a esta doctrina es que los sacramentos son realmente signos y, por lo tanto, en cierto sentido, medios de gracia – que la administración eclesiástica del sacramento contiene la promesa de la obra divina de gracia, «lavando, purificando y limpiando nuestras almas… renovando nuestros corazones y llenándolos de todo consuelo» (CB, XXXIV). Más aún, este supuesto sobre la legítima inclusión de los hijos de los creyentes en la comunidad del pacto por medio del signo y sello del bautismo se erige como el adjunto natural de los cinco puntos: La salvación no surge del mérito humano, sino solo por gracia mediante la aceptación, por la fe engendrada de la gracia, del sacrificio suficiente de Cristo por nuestros pecados. El bautismo, entendido correctamente desde el punto de vista humano, significa la colocación de nuestros hijos en el contexto en el que la gracia prometida de Dios ciertamente está obrando. ¿Y quién más que un infante, incapaz de obras meritorias, puede indicarnos que esta salvación es solo por gracia?

En contraste, la restricción del bautismo a los creyentes adultos que toman una «decisión» y que se presentan voluntariamente para recibir una mera ordenanza se opone al reconocimiento del bautismo como un signo de gracia absoluta por parte de Dios: El bautismo aquí es ofrecido únicamente a ciertos individuos que han pasado la prueba ante un tribunal humano, aunque eclesiástico – o para plantear el problema de manera ligeramente diferente, que han tenido una experiencia particular considerada como el pre-requisito necesario para el bautismo por un grupo eclesiástico particular. Si la gracia y la elección se refieren a este bautismo post-decisión, difícilmente pueden calificarse con los términos «irresistible» e «incondicional». Hay una ironía inevitable en negar el bautismo a los niños, ofreciéndolo solamente a los adultos, y luego decirle a los adultos que deben volverse como niños pequeños para heredar el reino de los cielos. El énfasis que se hace en el bautismo de adultos, el «nacer de nuevo» y «aceptar a Cristo» está relacionado, en los círculos evangélicos norteamericanos, con el lenguaje concerniente a «una relación personal con Jesús» o conocer a Jesús como su propio «Salvador personal». Al protestar contra este lenguaje, reconozco que voy a pisar algunos callos religiosos, aunque la protesta no va para nada dirigida contra la piedad o la experiencia religiosa cristiana como tal.

La cuestión es que este lenguaje en sí no es ni reformado en su contenido ni adecuado para ser transferido a un contexto confesional reformado. En primer lugar, los términos son poco claros y pueden tender hacia una piedad afectiva mal definida que, en el peor de los casos, puede violar algunas de las normas cristológicas y soteriológicas de la comunidad reformada. A menudo les he comentado a algunos amigos evangélicos que, para mí, tener una relación personal o conocer a alguien personalmente significa que puedo sentarme a la mesa con él y tomar un café, que puedo hablarle y él puede responder de forma audible. Pero no me puedo sentar a la mesa a tomar un café con Jesús. Y si le hablo, no me va a responder audiblemente. Como bien señaló un ángel una vez: «No está aquí, porque ha resucitado» y, de hecho, ha ascendido al cielo. La cristología reformada siempre ha insistido no solo en la resurrección del cuerpo de Cristo, sino también en la ubicación celestial y finitud de la humanidad resucitada de Cristo. Cristo se sienta ahora a la diestra de Dios y gobierna visiblemente a la iglesia triunfante. El lenguaje de la relación personal es, en el mejor de los casos, equívoco. En el peor, le resta majestad a la doctrina de la realeza de Cristo.

Sin embargo, más allá de esto, el uso del lenguaje de la relación personal con Jesús a menudo indica una pérdida cualitativa del lenguaje tradicional propio de la Reforma, es decir, que somos justificados sólo por la gracia a través de la fe en Cristo y que, por lo tanto, somos adoptados como hijos de Dios en y a través de nuestra graciosa unión con Cristo. Las relaciones personales nacen de la interacción mutua y prosperan gracias a los intereses comunes. Ellas nunca o casi nunca se basan en un acto forense como el indicado en la doctrina de la justificación por la fe aparte de las obras – de hecho las relaciones personales descansan en una reciprocidad de obras o actos. El problema aquí no es el lenguaje en sí: El problema es la forma en que puede llevar a quienes lo enfatizan a ignorar la perspectiva que tuvo la Reforma de la naturaleza de la justificación y el carácter de la relación del creyente con Dios en Cristo.

Tal lenguaje de relación personal se presta con demasiada facilidad a una visión arminiana de la salvación como algo logrado en gran medida por el creyente en cooperación con Dios. Una relación personal es, por su propia naturaleza, una relación mutua, dependiente de la actividad –las obras– de ambas partes. Adicionalmente, el uso de este lenguaje afectivo arminiano tiende a ocultar el hecho de que la tradición reformada tiene su propio lenguaje relacional y afectivo y su propia piedad; un lenguaje y una piedad, que además se encuentran estrechamente ligados al principio de la Reforma de la salvación solo por gracia a través de la fe. El Catecismo de Heidelberg nos proporciona un lenguaje de nuestro «único consuelo en vida y muerte» – que «no soy mío, sino que pertenezco – en cuerpo y alma, en vida y muerte a mi fiel Salvador, Jesucristo» ( p. 1) «Pertenecer a Cristo», una frase llena de piedad y afecto, conserva la confesión de la sola gracia por la sola fe, sobre todo cuando se tiene en cuenta su contexto más amplio en el otro lenguaje del catecismo. También tenemos acceso a un rico lenguaje teológico y litúrgico de pacto para expresar tanto con claridad como con calidez nuestra relación con Dios en Cristo.

La enseñanza reforma con respecto a la identidad de la iglesia

Aun así, la enseñanza reformada con respecto a la identidad de la iglesia asume un fundamento divino más que humano y supone que la obra divina de establecer la comunidad creyente es una que incluye la base de la vida continua de la iglesia como comunidad, es decir, incluye la extensión de la promesa a los hijos de los creyentes. La experiencia de conversión asociada con el bautismo de adultos y con la identificación de la Iglesia como una asociación voluntaria supone que los niños son, con algunas salvedades discretas, paganos, y se niega a comprender la dimensión corporativa de la gracia divina que actúa efectivamente (¡irresistiblemente!) en la perseverancia de la comunidad pactual. En verdad, es una enseñanza contradictoria la que defiende la gracia irresistible y la perseverancia de los santos y luego asume la necesidad de una fenomenología particular de una conversión y «decisión» adulta. Sin el concepto de la Iglesia como comunidad actual y la doctrina del bautismo de infantes, los cinco puntos tienen muy poco sentido.

Nuestra confesión del fundamento divino de la comunidad pactual también dirige nuestra atención desde la doctrina de la eficacia y el carácter irresistible de la gracia hacia la concepción de los sacramentos como medios de gracia y no como meras ordenanzas. No se trata de una asociación mágica de una actividad humana con el comienzo de una actividad divina, sino más bien de la simple premisa de que Dios ha identificado, tanto en los sacramentos como en la Palabra predicada, el lugar en el que su gracia se otorga más segura y gratuitamente. Los sacramentos son «signos visibles… de algo interno e invisible», y no meramente signos, sino también «sellos», [que] conceden que es Dios quien allí nos ha hecho disponible su promesa y quien ha inaugurado irresistiblemente la obra de su gracia en nuestras vidas (cf., CB, XXXIII). Las meras ordenanzas pueden omitirse o restárseles énfasis como insignificantes o «vacías», pero dado que los sacramentos son signos «por medio de los cuales Dios obra en nosotros por el poder del Espíritu Santo», difícilmente son «vacíos y huecos», sino que son parte integral de la vida de la Iglesia que conoce que sus miembros son llamados por la gracia y justificados mediante la fe (ibid.).

La teología reformada sobre el milenio

Un punto similar debe hacerse sobre el milenialismo. El llamado amilenialismo de los reformados asume no la ausencia sino la presencia del reinado terreno de la gracia. Hay una poderosa diferencia entre la fe y la iglesia de aquellos que esperan un milenio y que sostienen que ahora Satanás merodea por la tierra buscando a quién – incluyendo a los miembros de la iglesia reunida voluntariamente – pueda devorar, y la fe y la iglesia de aquellos que sostienen que el ministerio de Cristo y su obra en la cruz ataron a Satanás, y que ya no puede devorar al pueblo de Dios por mucho que merodee alrededor. La gracia de Dios que actualmente reina en la comunidad pactual también proporciona el fundamento para la vida de la iglesia en el mundo como una sociedad moral. Una vez más, la suposición respecto a la identidad de la iglesia como comunidad pactual y, ahora, a la comprensión amilenial tanto del eschaton como de la obra en el presente de Dios en Cristo, nos dirigen de vuelta a los puntos concernientes a nuestra incapacidad total, la gracia irresistible de Dios para con nosotros y la perseverancia de los creyentes. Varias formas de milenialismo militan contra la gracia irresistible y la perseverancia identificadas en los cinco puntos al colocar a la iglesia en una condición interina antes de que la plenitud de la gracia y el señorío de Cristo sean revelados.

El problema de las múltiples dispensaciones de la salvación está claramente relacionado con el problema del milenio. Tal enseñanza asume no solo que la salvación ha sido administrada de forma diferente en varias épocas del mundo sino que, contrario a lo que las Confesiones Reformadas entienden de las Escrituras, también supone que una iglesia no ha existido «desde el principio del mundo», no «durará hasta el fin» y no ha sido universalmente «preservada por Dios contra la ira del mundo» (CB, XXVII). ¿Este enfoque de la salvación indica algo en relación con los cinco puntos? Como mínimo, implica que la perseverancia de los santos y, sobre todo, la comprensión de esa perseverancia como la perseverancia de Dios por sus santos, no es una enseñanza universalmente aplicable al pueblo de Dios. Y, concediendo que una multiplicación de pactos bloquea el camino a una perseverancia de los santos a lo largo de la historia del pueblo de Dios, también debe introducir condiciones para la elección del pueblo elegido en dispensaciones pasadas. La entrada en estos otros acuerdos pactuales depende de la obediencia o de la decisión, en lugar de que la obediencia dependa del pacto mismo y de la elección incondicional que es su fundamento. Puede que no queramos hablar de una conexión necesariamente deductiva o lógica entre las doctrinas de la unidad del pacto de gracia en sus diversas administraciones temporales, la elección incondicional, la perseverancia de los santos y el fin amilenial del mundo, pero estos conceptos sí fluyen juntos y la ausencia de cada uno dificulta la confesión de los otros. En conclusión, podemos preguntar de nuevo: «¿Cuántos puntos?» Seguro que hay más de cinco.

La fe reformada incluye referencias a la incapacidad total, elección incondicional, eficacia limitada de la satisfacción de Cristo, gracia irresistible y perseverancia de los santos, no como la suma total de la confesión de la Iglesia, sino como elementos que solo pueden entenderse en el contexto de un cuerpo de enseñanzas más amplio que incluye el bautismo de infantes, la justificación solo por la gracia a través de la fe, la necesidad de una obediencia agradecida como consecuencia de nuestra fe y justificación, la identificación de los sacramentos como medios de gracia, y la llamada visión amilenial del fin del mundo. El mayor número de puntos, incluyendo, pero yendo más allá de los cinco de Dort, pretende, en otras palabras, construir teológicamente toda la vida de la comunidad creyente. Y cuando ese mayor número de puntos enseñados por las confesiones reformadas no es respetado, los famosos cinco son puestos en peligro, de hecho, disueltos – y la continua salud espiritual de la iglesia es puesta en riesgo.

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Este artículo fue republicado originalmente por el Dr. Kim Riddlebarger en su blog. 2El título original es ¿Cuántos puntos? Los enlaces que redirigen a este sitio web no son parte del artículo original. Los subtítulos se añadieron para hacer más fácil la lectura.

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    Nota del editor: se refiere a estar en contra del bautismo infantil
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    El título original es ¿Cuántos puntos? Los enlaces que redirigen a este sitio web no son parte del artículo original. Los subtítulos se añadieron para hacer más fácil la lectura.

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