Habiendo establecido los fundamentos de quién es Dios y la regla de fe (la Escritura es la autoridad final, apoyada por los credos), los 39 Artículos continúan con preguntas específicas sobre la salvación, del Artículo 9 al Artículo 14, con el Artículo 11 sobre la justificación del hombre en su centro.
Existe un patrón de culpa, gracia y gratitud que no deberíamos pasar por alto, ya que también forma la estructura de la liturgia del Libro de oración común. Los Artículos 9 y 10 examinan nuestra culpa, nuestra condición actual delante de Dios en dos aspectos: nuestro pecado original y nuestra necesidad de expiación, además de las limitaciones sobre nuestro libre albedrío y la necesidad que tenemos de la gracia de Dios. Luego viene la gracia en el Artículo 11 (sobre la justificación), declarando lo que Dios hace por nosotros y cómo recibimos la obra de Cristo.
Los Artículos 12, 13 y 14 examinan la naturaleza de nuestra gratitud como respuesta. El Artículo 12 muestra el ámbito apropiado para nuestras obras luego de la salvación, mientras que los Artículos 13 y 14 establecen los límites y muestran cómo se pervierten las obras: el primero, refiriéndose a las obras que buscan la independencia de Dios comprometiendo así su gracia hacia nosotros, y el otro condenando la perspectiva de que las obras pueden ir más allá de lo que Dios requiere. Ambos subrayan cómo ningún ser humano puede cumplir completamente los mandamientos de Dios excepto Cristo.
IX – Del pecado original o de nacimiento
El pecado original no reside en seguir a Adán (como vanamente afirman los pelagianos), sino que es la culpa y corrupción de la naturaleza de cada hombre, que naturalmente proviene de la descendencia de Adán; por lo cual el hombre se aleja mucho de la rectitud original y está, por naturaleza, [inclinado] al mal, de modo que la carne siempre codicia lo contrario del espíritu; y, por lo tanto, cada persona nacida en este mundo merece la ira y la condenación de Dios. Y esta infección de la naturaleza persiste, incluso en aquellos que son regenerados; por lo cual la lujuria de la carne, llamada en griego φρονημα σαρκος (phronema sarkos), que algunos consideran sabiduría, otros sensualidad, otros afecto, otros deseo de la carne, no está sujeta a la Ley de Dios. Y aunque no hay condenación para los que creen y son bautizados, sin embargo el Apóstol confiesa que la concupiscencia y la lujuria tienen en sí mismas la naturaleza del pecado.
El Artículo 9 comienza señalando que, para entender el alcance del pecado original, primero debemos comprender su origen. No proviene de nuestra crianza (copiando los malos ejemplos de nuestros padres u otros alrededor nuestro, remontándonos hasta Adán) lo que moldea nuestra tabula rasa, nuestra naturaleza humana «neutral». El Artículo afirma que cada persona nacida de la raza de Adán está «inclinada al mal».
Nuestra naturaleza está ahora completamente corrompida a su nivel más profundo como resultado de la caída de Adán. Por naturaleza, está inclinada al mal y continuamente lucha contra Dios. No somos lo que deberíamos ser. Incluso nuestros deseos «naturales» más nobles, sopesados en la balanza de la justicia de Dios, son encontrados deficientes.
El Artículo continúa con la consecuencia de nuestra rebelión: «y, por lo tanto, cada persona nacida en este mundo merece la ira y la condenación de Dios». Dios, nuestro Creador, nos llama a rendir cuentas por nuestra culpa en Adán, por nuestras actitudes y acciones. Él no permitirá que nuestra rebelión perdure para siempre. Somos juzgados por estar muy alejados de nuestra justicia original. Su juicio consiste en alejarse de nosotros, en separarnos de Él, pero como Dios es la fuente de vida, ser cortado de Él significa muerte. La paga del pecado es muerte (Ro. 6:23). Estaremos sin «esperanza y sin Dios en el mundo» (Ef. 2:12).
El Artículo concluye examinando la continua presencia del pecado original en el creyente (en aquellos que son regenerados). Cuando nacemos de nuevo por el Espíritu Santo en arrepentimiento y fe, somos vestidos en la justicia de Cristo. El pecado ya no tiene dominio sobre nosotros (Ro. 6:14), pero la presencia de nuestra naturaleza humana pecaminosa permanece. Ya no somos esclavos del pecado, sino esclavos de la justicia (Ro. 6:17-18). Estamos en guerra con la presencia pecaminosa que permanece. Sostenidos por el Espíritu Santo, somos movidos cada vez más profundamente hacia las raíces de nuestra pecaminosidad. Debemos resistirnos a ser sometidos por nuestros deseos pecaminosos (como el Apóstol Pablo confiesa, que la concupiscencia y la lujuria tienen en sí mismas la naturaleza del pecado).
Nuestros antepasados anglicanos comenzaron con las malas noticias en el Artículo 9 «Del pecado original o de nacimiento», el cual muestra cuán lejos se extiende nuestra corrupción pecaminosa. Y el Libro de Oración Común subraya esta doctrina una y otra vez con frases como «No hay salud en nosotros», siendo solo Dios aquel «de quien provienen todos los santos deseos», y «No tenemos poder para ayudarnos a nosotros mismos» o «no podemos hacer ninguna cosa buena sin ti». Algo que ha llevado al anglicanismo norteamericano a la superficialidad en la que está, es que no ha querido examinar esta doctrina y ver cuán profunda ha sido, verdaderamente, la caída del hombre. De hecho, la historia de la teología es una historia de suavizar los bordes afilados de Génesis 3. Basta comparar la confesión de la Oración Matutina y Vespertina del Libro de oración común de 1662 con la confesión en el Orden Penitencial que puede preceder al Primer Rito de la Sagrada Comunión en el Libro de la Iglesia Episcopal. Los anglicanos reformados oran diariamente:
Padre Todopoderoso y misericordioso… no hay salud en nosotros: Pero tú, Señor, ten misericordia de nosotros, miserables pecadores…
Los episcopales estadounidenses pueden orar ocasionalmente:
Omnipotente y misericordiosísimo Padre… mas tú, oh Señor…
¿Puedes notar lo que está faltando? ¡La liturgia moderna ha eliminado lo que somos, incluso como creyentes! Somos personas continuamente dependientes de la misericordia de Dios, librando una guerra permanente entre la presencia del pecado que queda en nuestra naturaleza humana y el Espíritu Santo que habita en nosotros (Ro. 6:1-8:30). ¡No queremos aceptar cuán al Este del Edén estamos! Se ha dicho que la doctrina más grande que salió del siglo XVI no fueron las solas: gracia, Cristo, fe o Escritura, sino la doctrina revelada de la caída del hombre, porque sin ella el resto parece sin importancia.
Y cualquier cosa defectuosa e inadecuada en este respecto seguramente afectará la cuestión de la redención, porque nuestra consciencia de la naturaleza y el poder del pecado tenderá no meramente a una declaración superficial de la expiación de Cristo, sino a la destrucción de la idea misma de expiación.1W.H. Griffith-Thomas, Principles of Theology, 170, traducción propia
Este artículo hace parte de una serie de comentarios sobre Los 39 Artículos de la Religión Cristiana la cual puede ver aquí.
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Agradecemos al doctor Jansma por permitirnos publicar su serie sobre Los 39 Artículos de la Religión Cristiana en nuestro sitio web. 2Los enlaces que redirigen a este sitio web no son parte del artículo original al igual que los subtítulos que se ingresan para facilitar la lectura
- 1W.H. Griffith-Thomas, Principles of Theology, 170, traducción propia
- 2Los enlaces que redirigen a este sitio web no son parte del artículo original al igual que los subtítulos que se ingresan para facilitar la lectura