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Catolicismo Reformado

En mi libro Mary for Evangelicals, reflexioné acerca de cómo los cristianos reformados y evangélicos deberían pensar sobre la Virgen María, algo que solemos creer reservado a los católicos romanos. Centré mi atención en los reformadores, especialmente en Lutero, Zwinglio, Bullinger y Calvino, y en la dogmática confesional que dio lugar a las confesiones luterana y reformada1Tim Perry, Mary for Evangelicals: Toward an Understanding of the Mother of Our Lord (Downers Grove: InterVarsity, 2006), 209-225.. Allí observé que la antipatía de los primeros protestantes hacia la Virgen María fue algo que emergió gradualmente e iba dirigida más bien contra los abusos de piedad que contra las afirmaciones dogmáticas, específicamente cristológicas. No se plantearon cuestiones de importancia respecto a la virginidad perpetua de María; su estatus como theotokos (aunque algunos consideraran sospechosa la palabra) se consideraba necesario; incluso se reconocía en cierta medida su vocación única, y (lo que resulta más sorprendente para los cristianos reformados modernos) a veces se reconocía su consiguiente preservación del pecado hasta bien entrada la tercera generación de la reforma.

Sin embargo, los reformadores y los dogmáticos de la posreforma representaron el inicio de una tendencia en la teología protestante en la que la extensa reflexión sobre María se redujo al silencio. De vez en cuando surgían polémicas anticatólicas, pero sencillamente la figura de María no era objeto de investigación dogmática y apenas se tenía en cuenta como tema de reflexión entre los teólogos. En su dogmática, Friedrich Schleiermacher (1768-1834) descarta sin más los relatos de la infancia de Mateo y Lucas (y, en consecuencia, la reflexión dogmática sobre María) considerándolos irrelevantes para la fe auténtica, mientras que en sus sermones de Navidad no la presenta como algo más que un ama de casa modelo2Perry, Mary for Evangelicals, 225..

En el libro no abordé extensamente las confesiones (luteranas o reformadas) porque creía (y sigo creyendo) que, como los resúmenes y guías para la fe y la práctica que son, no aportan nada significativo a esta tesis. Pero en este artículo se busca algo más que simplemente llenar una laguna de la investigación anterior. En concreto, a causa de su brevedad y coherencia, las confesiones nos permiten profundizar en las suposiciones que los reformadores tenían respecto a María; suposiciones que, como se ha señalado, sorprenden a muchos de los que pretenden estar en la tradición confesional de estos reformadores, y que quizá deberían servir para reducir el tono (si no la sustancia) con el que critican a los católicos romanos sobre la figura de María. Comenzaré con los documentos de la reforma continental.

Las confesiones continentales

En la confesión más antigua que vamos a considerar, los Sesenta y siete Artículos de Zwinglio de 152333Todas las citas proceden de Jaroslav Pelikan y Valerie Hotchkiss, eds., Creeds and Confessions of Faith in the Christian Tradition, Volume 2, Reformation Era (New Haven: Yale University Press, 2003)., María, aunque no es nombrada, es fácilmente discernible. Los primeros dieciséis artículos resumen el Evangelio, haciendo énfasis en todo momento en que Cristo no tiene rival: «quien busque o señale otra puerta [es decir, que no sea Cristo] yerra, es un asesino de almas y un ladrón». Al reflexionar en cuestiones de piedad y oración, Zwinglio reitera que, en efecto, no hay otro mediador «más allá de esta vida» que Cristo, y mientras oramos unos por otros «en la tierra» confiamos en que «solo por medio de Cristo se nos dan todas las cosas». Inmediatamente llama la atención la profunda interconexión de las solas de la reforma, en este caso Sola Scriptura y Solus Christus, y cómo se perciben de forma instantánea y directa para poner en cuestión nociones arraigadas de la mediación creada, la intercesión de los santos y la intercomunión de la Iglesia militante con la Iglesia triunfante. Aunque no es nombrada, María es por supuesto la «primera en la fila» en cada uno de estos temas neurálgicos y, dado el contexto, no nos equivocamos al ver la piedad mariana siendo acusada aquí. Siete años más tarde, en su contribución a Augsburgo, A Reckoning of the Faith (1530), Zwinglio reiteraría su rechazo a esa misma piedad con estas palabras: «Porque éste es el único Mediador entre Dios y los hombres, el Dios y hombre Cristo Jesús»4Sentimientos similares se expresan en las Diez Tesis de Berna, redactadas en 1528 por Berchtold Haller y Franz Kolb: «Como solo Cristo murió por nosotros, así debe ser adorado como el único Mediador y Abogado entre Dios Padre y nosotros los creyentes. Por lo tanto, proponer la invocación de otros mediadores y abogados más allá de esta vida es contrario a las Escrituras». Las Diez Tesis de Berna, 6..

Sin embargo, esto no debe interpretarse en el sentido de que Zwinglio fuera un minimalista mariano protestante moderno. En ese mismo documento, resume su doctrina de la encarnación de la siguiente manera: «Creo y entiendo que el Hijo asumió la carne, porque verdaderamente asumió de la inmaculada y perpetua Virgen María la naturaleza humana, sí, el hombre entero, que consiste en cuerpo y alma». «Inmaculada» y «perpetua» son palabras que la mayoría de los protestantes contemporáneos no están acostumbrados a oír, pero allí están: la primera afirma, de cualquier manera, que María fue preservada del pecado original y actual, y la segunda, su virginidad perpetua hasta el final de su vida en la tierra. Los cristianos reformados modernos pueden considerar que las referencias a María como «Virgen» que aparecen en las confesiones se refieren únicamente a su virginidad en el momento de la concepción de Cristo, y no implican necesariamente que conservara su virginidad perpetua. Sin embargo, está claro que ese no es el caso de Zwinglio aquí. Tampoco fue el de Lutero.5Véase Perry, Mary for Evangelicals, 214-17. Sería anacrónico suponer que los primeros reformadores no entendían que las referencias a «la Virgen María» se referían a una virginidad perpetua. De manera similar, los protestantes modernos pueden no estar seguros de a qué se refiere el término «inmaculada» con respecto a María. Basta decir que, en la época de la reforma, cualquier referencia al estatus «inmaculado» de María se habría interpretado como una referencia a su ausencia de pecado; es decir, que de algún modo fue preservada de los estragos del pecado original y no pecó a lo largo de su vida.

Lejos de ser una especie de glosa ecuménica utilizada para el bien de luteranos y católicos en Augsburgo, estos adjetivos reflejan con precisión el constante afecto de Zwinglio por la Madre de Dios.6Tim Perry, Mary for Evangelicals, 217-18. Como veremos más adelante, la virginidad perpetua y la preservación del pecado no son algo exclusivo del reformador suizo. Más aún, de este modo él introduce lo que se convertirá en la distinción estándar en las confesiones reformadas. Por un lado, a partir de aquí María es expresamente nombrada como garante de la verdadera humanidad de Cristo y de la unidad de su persona, mientras que, por otro lado, la piedad mariana es reprobada en los términos más enérgicos, ya sea porque se la incluye en un rechazo general de la mediación creada y del culto a los santos o porque se la individualiza.

Otro documento de Augsburgo, la Confesión Tetrapolitana (1530), adopta una postura similar. Este texto, que refleja la fe reformada de las ciudades de Estrasburgo, Constanza, Memmingen y Lindau, y que fue elaborado por Martin Bucero (1491-1551) y Wolfgang Capito (c.1478-1541), incluye en su cristología estándar este sumario de la encarnación de Cristo que evoca al credo: «concebido por el Espíritu Santo, luego nacido de la Virgen María». Con todo, se nombran y condenan los abusos piadosos: «Se ha rechazado otro abuso referente a estas cosas, por el que algunos piensan que, mediante ayunos y oraciones, pueden obligar de tal modo a la Virgen María, que fue la que dio a luz a Dios, así como a otros santos, a que, por su intercesión y méritos» sean librados del mal y reciban el favor divino. María y los santos deben ser tenidos en alta estima, incluso honrados, pero la devoción apropiada no se encuentra en orar a ellos, sino en seguir sus santos ejemplos: «Sin embargo, [nuestro clero] enseña el deber de honrar a la Santísima Virgen María, la Madre de Dios, y a todos los santos, con la mayor devoción, pero que esto solo puede hacerse cuando procuramos aquellas cosas que fueron especialmente agradables para ellos», es decir, la santidad en la conducta, siguiendo sus propios ejemplos. Llama la atención que, aunque el lenguaje de la theotokos no aparece en la sección de cristología, sí aparece dos veces más adelante, incluso cuando se condenan claramente ciertos abusos relacionados con la piedad.

Veamos ahora la Confesión de Basilea, preparada en 1534 por Oswald Myconius (1488-1552). En el Artículo 4, «Acerca de Cristo, el Verdadero Dios y Hombre», leemos: «Creemos que fue concebido por el Espíritu Santo, nacido de la Virgen María pura e incontaminada». Aunque ya es bastante repetitivo, vale la pena señalar que el lenguaje de inmaculación (pura) y virginidad perpetua (incontaminada) se incluye sin comentario ni controversia. Esto se traslada a la segunda de las confesiones de Basilea, que apareció en 1536 y fue producida por un comité dirigido por Henrich Bullinger (1504-1575): «De la incontaminada Virgen María, por la cooperación del Espíritu Santo, este Señor Cristo, el Hijo del Dios vivo y verdadero, ha asumido la carne que es santa por su unidad con la Divinidad y en todo semejante a nuestra carne, pero sin pecado». Pero al mismo tiempo, no es difícil ver los abusos típicamente asociados con el culto a los santos y a María especialmente en el mismo artículo:«Aquí rechazamos todo lo que se representa a sí mismo como el medio, el sacrificio y la reconciliación de nuestra vida y salvación, y no reconocemos a nadie más que a Cristo el único Señor».

Continuando con Bullinger, la piedad pasa a un primer plano en la Segunda Confesión Helvética de 1566. El capítulo 4 rechaza tanto los «ídolos de los gentiles» como «las imágenes de los cristianos». Asimismo, el capítulo 4 pregunta retóricamente: «puesto que los espíritus bienaventurados y los santos del cielo, mientras vivieron aquí en la tierra, rechazaron todo culto a sí mismos y condenaron las imágenes, ¿considerará alguien probable que los santos y los ángeles celestiales se complazcan con sus propias imágenes ante las cuales los hombres se arrodillan, descubren sus cabezas y conceden otros honores?». No se menciona a María, pero está claramente implícita. Del mismo modo, en el capítulo 5, María está insinuada en el rechazo del culto a los santos: «no adoramos, ni rendimos culto, ni rezamos a los santos del cielo, ni a otros seres divinos, y no los reconocemos como nuestros intercesores o mediadores ante el Padre que está en los cielos». Los santos son miembros vivos de Cristo los cuales son objeto de amor y honor; ciertamente son dignos de imitación, pero no de culto. Sus verdaderas reliquias no son trozos de hueso o de tela, sino sus virtudes, su doctrina y su fe. No obstante, el capítulo 11, titulado «De Jesucristo, verdadero Dios y Hombre, único Salvador del mundo», sigue describiendo a María como «Siempre Virgen» que «castísimamente concibió por obra del Espíritu Santo». En efecto, da a entender que tal descripción es, junto con la doctrina de la encarnación como se entiende tradicionalmente, una cuestión de fidelidad básica a los Evangelios: «como nos explica cuidadosamente la historia evangélica».

Nuestros últimos tres ejemplos continúan arando los mismos surcos. De esta manera, la Confesión de Ginebra de 1536 explícitamente relaciona la intercesión de los santos con la desconfianza en la «suficiencia de la intercesión de Jesucristo». Del mismo modo, aunque el Catecismo de Ginebra de 1541-1542 sigue usando el término «Virgen» para referirse a María, también condena el uso de imágenes en el culto e insiste en que «Dios no ha asignado a los santos este oficio de ayudarnos y asistirnos»7Sobre la encarnación véase P. 49, sobre las imágenes, P. 147-148, y sobre los santos, P. 238-39.. En realidad, el cultivar tal devoción no es meramente una distracción del oficio único del Mediador, sino una falta de confianza en él:

Es una clara señal de infidelidad si no nos contentamos con lo que el Señor nos da. Más aún, si en lugar de refugiarnos solo en Dios, en obediencia a su mandato, recurrimos a ellos [es decir, a todo lo que entra en conflicto con el orden divino de la oración], poniendo algo de nuestra confianza en ellos, caemos en la idolatría, pues les transferimos aquello que Dios se ha reservado para sí mismo.

Asimismo la Confesión Belga (1561), afirma que «El Hijo tomó “forma de siervo” y fue hecho a “semejanza de hombre”, asumiendo verdaderamente una naturaleza humana real, con todas sus debilidades, excepto el pecado; siendo concebido en el seno de la Santísima Virgen María por obra del Espíritu Santo, sin participación de varón». Y, sin embargo, insiste en que «la pura incredulidad ha llevado a la práctica de deshonrar a los santos [con intercesiones, etc.], en lugar de honrarlos». Por último, el Catecismo de Heidelberg (1563) enseña que el «Hijo eterno» tomó sobre sí «la verdadera humanidad de la carne y la sangre de la Virgen María por la acción del Espíritu Santo», pero que nunca deben colocarse imágenes «en lugar de libros para las personas no instruidas» en las iglesias.

El patrón ya está bien establecido. María es reconocida en los artículos relacionados con la encarnación. Ella es la garante de la verdadera humanidad y unidad de la persona de Cristo y, por tanto, necesaria en la articulación de una cristología robusta. Aunque ninguno de los documentos utiliza explícitamente el término theotokos, su contenido antinestoriano se conserva y se expresa en otros modismos. La devoción a María –al igual que la devoción a todos los santos– también se reconoce, no en términos de imágenes, intercesión u otras prácticas piadosas, sino en términos de emulación y estímulo hacia la santidad de vida. La única curiosidad es la pérdida a lo largo del tiempo del lenguaje explícito de la virginidad perpetua y la inmaculidad. Concluyo que esta pérdida es parte de la tendencia que mencioné en la introducción acerca del silencio. Sin embargo, cabe señalar que, aunque las confesiones posteriores son más moderadas, ninguna niega lo que las anteriores parecen afirmar, a saber, que «Virgen» equivale a «Siempre Virgen» y que María fue preservada de algún modo de los estragos del pecado. Aunque me atrevo a suponer que muy pocos cristianos reformados holandeses, alemanes o suizos afirmarían hoy en día la virginidad perpetua o la ausencia de pecado (especialmente esta última), las confesiones reformadas que hemos analizado hasta ahora simplemente no se apartan de estas premisas de forma explícita.

Las confesiones inglesas

Volviendo primero a Inglaterra, podríamos considerar los Diez Artículos (1536), la primera confesión de la Iglesia «reformada» de Enrique VIII, aunque se trate de un documento muy transitorio con un interesante trasfondo político. En ellos se menciona a María dos veces y se alude a ella una vez. El tono positivo de estas referencias es único entre las confesiones aquí examinadas, tanto del continente como de las Islas Británicas. Por ejemplo, las imágenes de Cristo y María deben aparecer en las iglesias como «representaciones de la virtud y el buen ejemplo, y que también sean ocasión para encender y avivar las mentes de los hombres, y hacer que éstos a menudo recuerden sus pecados y ofensas». Por otra parte, deben cesar abusos tales como «incensarlas, arrodillarse y ofrecerles ofrendas, y otros cultos semejantes». Los santos en el cielo deben ser honrados no solo porque son elegidos, sino también porque ya comparten el reino de Cristo y nos han dejado ejemplos de virtud. Aunque tal vez estas reflexiones sean más prolíficas que las [de las confesiones] continentales, no representan una ruptura. Incluso la insistencia en que los santos han de ser tenidos «por quienes pueden ser promotores de nuestras oraciones y peticiones a Cristo». Posteriormente, el artículo 8 amplía lo que implica «tener un santo»:

Es muy loable orar a los santos que viven eternamente en el cielo, cuya caridad es siempre permanente, para que sean intercesores, y oren por nosotros y con nosotros, a Dios Todopoderoso… y de esta manera podemos orar a nuestra bendita Señora, a San Juan Bautista, a todos y cada uno de los apóstoles o a cualquier otro santo en particular …. [No hemos de] pensar que algún santo es más misericordioso, o que nos escuchará más pronto que Cristo, o que algún santo sirve para una cosa más que para otra, o que es patrón de la misma.

El culto a los santos se restringe, y se frenan los abusos piadosos del mismo, pero en lugar de eliminarse se afirma explícitamente. Los Diez Artículos, que representan la primera etapa de la reforma inglesa, en la que la necesidad de Enrique de tener un heredero era más importante que las cuestiones de doctrina o práctica, son claramente más romanos que reformados. Fueron redactados por una delegación inglesa enviada a reunirse con luteranos alemanes en 1535 para explorar un posible acuerdo, y como dice Gerald Bray, «fueron formulados de la manera en que lo fueron para pasar el ojo de águila de Enrique VIII y ser aceptables para la Convocación de Canterbury»8Gerald Bray, The History of Christianity in Britain and Ireland (London: Apollos, 2021), 193.. Solo podemos especular acerca de lo que los autores de los artículos, de influencia luterana, sentían personalmente con respecto a la devoción mariana en ese momento, y hasta qué punto consideraban las declaraciones del documento sobre María como comprometedoras, pero los Diez Artículos ofrecen una imagen crucial de un momento específico en el desarrollo de la vida confesional de la reforma.

Después del paso definitivo hacia una Iglesia fuertemente protestante durante el breve reinado de Eduardo VI, y la fallida reinstitución del catolicismo bajo María, recayó en Isabel I y sus asesores teológicos la tarea de elaborar una confesión para la Iglesia de Inglaterra que el Parlamento pudiera afirmar y la mayoría de los cristianos ingleses pudieran practicar, aun cuando los católicos y los puritanos en los extremos no pudieran. Los Treinta y Nueve Artículos resultantes siguen a la perfección el patrón reformado establecido. El Artículo 2 afirma que Cristo «tomó la naturaleza humana en el seno de la Bienaventurada Virgen, de su sustancia», de modo que las dos naturalezas estaban inseparablemente unidas en una sola persona. Pero al mismo tiempo, el artículo 22, titulado simplemente «Del purgatorio», agrupa las imágenes, reliquias, intercesiones –todo el edificio que tenía a María a la cabeza– bajo una misma condena: «La doctrina romana sobre el purgatorio, las indulgencias, el culto y la adoración, tanto de las imágenes como de las reliquias, y también la invocación de los santos, es una cosa vanamente inventada, que no se basa en ningún testimonio de la Escritura, sino que es repugnante a la palabra de Dios». Está claro, pues, que el modelo reformado básico formaba parte del acuerdo isabelino, y que no cambiaría significativamente hasta Newman y los tractarianos del siglo XIX.

Tal vez no sea sorprendente que las confesiones escocesas sean la excepción al patrón al estar aún más reacias a decir mucho o nada sobre la Madre de Nuestro Señor. De esta manera, ella permanece anónima incluso en el Artículo 6, «La Encarnación de Cristo Jesús», de la Confesión Escocesa de 1560: «Dios envió a su Hijo, su sabiduría eterna, la sustancia de su propia gloria, a este mundo, quien tomó la naturaleza de la humanidad de la sustancia de una mujer, una virgen, por medio del Espíritu Santo». La Confesión del Rey de John Craig de 1581, destinada a complementar el documento de 1560, no reconoce a María en absoluto, pero aún podemos entreverla debajo de toda la polémica anticatólica: «detestamos y rechazamos especialmente:… su canonización de hombres [es decir, la del Anticristo romano], invocando a ángeles o santos difuntos; adorando imágenes, relicarios y cruces».9John Craig, The King’s Confession. No obstante, con los Artículos Irlandeses (1615), redactados por el arzobispo James Ussher para la Iglesia de Irlanda, se produce una reversión al modelo reformado más amplio. Por ejemplo, el artículo 29, sobre la encarnación, dice: «El Verbo del Padre, engendrado desde la eternidad del Padre, Dios verdadero y eterno, de una misma sustancia con el Padre, tomó la naturaleza humana en el seno de la Bienaventurada Virgen, de su sustancia, de modo que dos naturalezas enteras y perfectas –es decir, la divinidad y la humanidad– se unieron inseparablemente en una sola persona, haciendo un solo Cristo verdadero Dios y verdadero hombre». El artículo 47 le recuerda a los lectores que solo Cristo es el mediador, y el artículo 54 insiste en que «todo culto religioso debe darse únicamente a Dios».

La Confesión de Fe de Westminster (1647) y Catecismo Menor (1648), las declaraciones clásicas de la teología reformada de habla inglesa, se ciñen a la fórmula ya establecida. En el capítulo 8 de la confesión, «De Cristo el Mediador», se afirma la virginidad de María, la humanidad de Cristo y la unidad personal con estas palabras: «concebido por obra del Espíritu Santo, en el seno de la Virgen María, de su sustancia… único Mediador entre Dios y los hombres». Y el capítulo 21 descarta definitivamente toda noción de mediación creada y de veneración o intercesión de los santos: «El culto religioso se ha de dar a Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, y solo a Él, no a los ángeles, ni a los santos, ni a ninguna otra criatura, y desde la caída, nunca sin mediador, ni en la mediación de otro alguno, sino solo de Cristo». El resumen que el catecismo hace de la encarnación es enunciado de manera similar: «Cristo, Hijo de Dios, se hizo hombre, tomando para sí un cuerpo verdadero y un alma racional, siendo concebido por obra del Espíritu Santo, en el seno de la Virgen María, y nacido de ella, pero sin pecado». Por último, la pregunta 47 sobre el primer mandamiento recuerda a los catecúmenos que solo se debe adorar a Dios, y la pregunta 51 añade que ese culto debe ser totalmente libre de imágenes.

Conclusiones

Hay tres conclusiones que se me ocurren al repasar los datos anteriores. En primer lugar, si bien la preeminencia de María disminuyó en las mentes de los reformados a medida que cada generación sucedía a la anterior, las confesiones establecieron rápidamente un patrón que se mantuvo con solo algunas pequeñas variaciones: María era una necesidad cristológica; su virginidad y maternidad eran cuestiones bíblicas; afirmarlas garantizaba la humanidad plena y única de su Hijo y la unidad de su persona. Más arriba he llamado a esto la intención cristológica del lenguaje de theotokos. Aunque ninguno de los documentos estudiados utiliza este término, los más antiguos sí se aproximan a él. Existe, al menos en términos modernos, una elevada consideración de María en las confesiones.

Pero, ¿de dónde procede entonces el creciente silencio sobre María conforme avanzaba el confesionalismo reformado? Proviene en gran medida del reconocimiento de que, aunque tanto el título theotokos como el de «Madre de Dios» dicen algo necesario respecto a la encarnación de Cristo y al papel de María en ella, históricamente fueron utilizados para justificar muchas cosas que se decían de María y que los reformadores se negaban a aprobar. Esta reticencia –aun cuando se seguía reconociendo su necesidad cristológica– aumentó después de que se conociera la renuencia de Juan Calvino a utilizar el término.10Perry, Mary for Evangelicals, 221. En una carta de 1552 a la iglesia francesa de Londres, Calvino escribió esta famosa cita:

No puedo negar que el título [esto es, «Madre de Dios»] comúnmente atribuido a la Virgen en los sermones es reprobado, y, por mi parte, no puedo pensar que tal lenguaje sea correcto, apropiado o adecuado. Tampoco lo hará ninguna persona de mente sobria, razón por la cual no puedo creer de que haya tal uso en vuestra iglesia, pues es igual que si hablaran de la sangre, de la cabeza y de la muerte de Dios. Ya sabéis que las Escrituras nos tienen habituados a un estilo diferente; pero hay algo todavía peor en este caso particular, pues llamar a la Virgen María madre de Dios, no puede servir más que para confirmar a los ignorantes en sus supersticiones.11Juan Calvino, “To the French Church in London,” en Letters of John Calvin, vol. 2, ed. Jules Bonnet (Philadelphia: Presbyterian Board of Publication, 1858), 362.

Con una figura reformada tan ilustre como la de Calvino declarando su oposición a una trillada terminología cristológica en relación con María, no es de extrañar que quienes le sucedieron siguieran su ejemplo y evitaran ciertas afirmaciones en sus propias confesiones.

En segundo lugar, los documentos dejan clara la temprana aparición y continua persistencia de la convicción reformada de que la piedad mariana podía separarse de la encarnación para ser criticada y rechazada. Sin embargo, esto no quiere decir que no haya habido una evolución a lo largo del tiempo en este aspecto. Los primeros documentos manifiestan abiertamente su rechazo a los abusos, pero siguen queriendo presentar a María y/o a los santos como ejemplos virtuosos, e insisten en que la forma adecuada de «devoción» y honor hacia ellos es emular sus vidas santas. Los documentos posteriores, sin embargo, no hacen esta distinción; simplemente hablan del rechazo de los errores.

Me parece que estas dos conclusiones pueden entrar en conflicto una con otra, tal como lo reconoció el propio Calvino. Él sabía que la cristología que culminó en el Concilio de Éfeso y la consagración del theotokos decía algo verdadero sobre la persona de Cristo. También sabía que toda la piedad mariana posterior se desarrolló a partir de este momento decisivo.12Perry, Mary for Evangelicals, 221. Su solución fue la de las confesiones: conservar la intención; rechazar la piedad. La pregunta es: ¿funcionó?

Si bien no podemos probar que haya causalidad, la historia sugiere que la respuesta es, en ciertos sectores, no. Si cualquier atención a la singularidad de María simplemente se equipara con el culto idolátrico y se destierra, no debe sorprendernos que la cristología ortodoxa sea lo siguiente. Erasmo predijo que esto sucedería, y con el advenimiento de Schleiermacher y el protestantismo liberal, así sucedió. Sería reduccionista echar toda la culpa del advenimiento del protestantismo liberal a este hecho, pero vale la pena considerarlo.

Aunque los reformadores tenían razón al rechazar lo que hoy generalmente se entiende por «piedad mariana» –oraciones por su intercesión, su papel como corredentora, etc.–, el rechazo gradual y silencioso hacia cualquier actitud piadosa respecto a María como figura única en la historia de la salvación, como ejemplo espiritual y como la legítimamente llamada theotokos, no fue necesario ni fructífero. He oído a teólogos reformados decir (y lo he dicho yo mismo) que el énfasis excesivo que los romanos ponen en la Madre de Dios ha contribuido con demasiada frecuencia a que pierdan de vista la humanidad de Cristo en su piedad. La historia del protestantismo liberal me sugiere que lo contrario también es cierto para el protestantismo: un énfasis insuficiente en la Madre de Dios ha contribuido a una pérdida de la comprensión de la deidad [de Cristo], y su poder salvador. Creo que esa infravaloración también se encuentra en las propias confesiones, especialmente en las últimas.

Nuestro análisis de las confesiones reformadas también nos lleva a una tercera conclusión: muchos cristianos reformados inconscientemente califican de «innovación romana» creencias marianas que en realidad están presentes, de una forma u otra, en las confesiones reformadas históricas. La palabra «Virgen» en las posteriores confesiones se interpreta mejor como una contracción de la anterior «Siempre Virgen», que como un rechazo de la misma. La misma conclusión es válida con respecto a la inmaculidad de María. Es cierto que pocas, si es que alguna, de las denominaciones reformadas actuales se adhieren a las confesiones tempranas que contienen un lenguaje mariano más crudo: ninguna de las Tres Formas de Unidad o la Confesión de Westminster –las principales confesiones de la mayoría de las denominaciones reformadas ortodoxas actuales– hablan en esos términos. Sin embargo, el hecho es que los primeros documentos lo afirman, y los últimos no lo niegan.

Ahora bien, ¿significa esto que, digamos, Zwinglio afirmaba el dogma de la Inmaculada Concepción tal como lo sostienen hoy los católicos romanos? Difícilmente, sobre todo porque no fue un dogma sino hasta 1854. Pero sí significa que tanto él como otros primeros reformadores dieron por sentada la afirmación de la ausencia de pecado en María (aún por definir dogmáticamente). La evidencia sugiere que el afirmar que las confesiones reformadas posteriores rechazaron la virginidad perpetua y la inmaculidad de María sin declararlo explícitamente falla en dos aspectos conexos. En primer lugar, estos documentos no tienen ningún problema en condenar las «cosas falsas, vanamente inventadas» en otros lugares, incluidas las relacionadas con María, así que ¿por qué no hacerlo aquí? Y en segundo lugar, es simplemente demasiado peso para cargar sobre lo que es, en el mejor de los casos, un argumento desde el silencio. Se trata de afirmaciones trascendentales que, si fueran erróneas, seguramente habrían sido nombradas y rechazadas. De esta manera, al debatir con los católicos romanos sobre estas cuestiones, los cristianos reformados harían bien en conocer su propia «historia familiar» en lo que respecta a este asunto, y considerar cómo esto debería matizar la forma en la que increpan a sus interlocutores.

Por cierto, no estoy concluyendo en absoluto que los reformadores que confesaron la virginidad perpetua y la inmaculidad estén en lo cierto. Las pruebas examinadas no justifican esa opinión. Además, las confesiones no son credos y están abiertas a ser revisadas a la luz de la guía del Espíritu para profundizar en la verdad de la Palabra. Mi objetivo es mucho más modesto. Primero: la evidencia anterior sencillamente sugiere que los creyentes reformados deberían examinarse a sí mismos a la hora de hacer apologética contra el dogma mariano romano, y estar preparados para desmentir a Lutero, Zwinglio, Bullinger y otros en este punto. Segundo: aunque los abusos de la piedad mariana están claramente y con razón fuera de los límites de la tradición reformada, hay espacio dentro de la tradición reformada para la exploración de temas marianos, tanto teológicos (por ejemplo, el theotokos) como devocionales (por ejemplo, como ejemplo espiritual). Y si mis dos primeras conclusiones se mantienen, entonces creo que éste puede ser un medio para evitar que se repita la vacuidad cristológica del protestantismo liberal.

_____________________________________

Este artículo fue publicado originalmente en Ad Fontes Journal, una publicación de The Davenant Institute.

  • 1
    Tim Perry, Mary for Evangelicals: Toward an Understanding of the Mother of Our Lord (Downers Grove: InterVarsity, 2006), 209-225.
  • 2
    Perry, Mary for Evangelicals, 225.
  • 3
    3Todas las citas proceden de Jaroslav Pelikan y Valerie Hotchkiss, eds., Creeds and Confessions of Faith in the Christian Tradition, Volume 2, Reformation Era (New Haven: Yale University Press, 2003).
  • 4
    Sentimientos similares se expresan en las Diez Tesis de Berna, redactadas en 1528 por Berchtold Haller y Franz Kolb: «Como solo Cristo murió por nosotros, así debe ser adorado como el único Mediador y Abogado entre Dios Padre y nosotros los creyentes. Por lo tanto, proponer la invocación de otros mediadores y abogados más allá de esta vida es contrario a las Escrituras». Las Diez Tesis de Berna, 6.
  • 5
    Véase Perry, Mary for Evangelicals, 214-17.
  • 6
    Tim Perry, Mary for Evangelicals, 217-18.
  • 7
    Sobre la encarnación véase P. 49, sobre las imágenes, P. 147-148, y sobre los santos, P. 238-39.
  • 8
    Gerald Bray, The History of Christianity in Britain and Ireland (London: Apollos, 2021), 193.
  • 9
    John Craig, The King’s Confession.
  • 10
    Perry, Mary for Evangelicals, 221.
  • 11
    Juan Calvino, “To the French Church in London,” en Letters of John Calvin, vol. 2, ed. Jules Bonnet (Philadelphia: Presbyterian Board of Publication, 1858), 362.
  • 12
    Perry, Mary for Evangelicals, 221.

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